48 horas en un pueblo de Colombia atrapado en un nuevo ciclo de violencia

Entre el abandono estatal y la presión de los actores armados, cientos de personas en las zonas costeras del suroccidente del país permanecen aisladas y enfrentando por su cuenta los impactos de una nueva ola de violencia. Crónica de una visita de Médicos Sin Fronteras (MSF) a una de las zonas más afectadas.

Por Steve Hide, Coordinador General de Médicos Sin Fronteras en Colombia. Podés leer la nota completa en nuestro sitio web de Colombia haciendo click acá.

En algunas zonas rurales de la costa pacífica colombiana, el remedio local para la mordedura de una serpiente venenosa cuesta lo mismo que un ataúd.

«Usted puede elegir: la cura o el ataúd. De cualquier manera, tendrá que pagar», explica Francine*, una anciana curandera tradicional, sentada en la entrada de su casa de madera.

La casa está junto a un río marrón que varios kilómetros más adelante desemboca en el Océano Pacífico. En muchas partes del río, las orillas están cubiertas de pequeños arbustos que hacen parte de las plantaciones de coca que se extienden por las tierras planas circundantes, salpicadas aquí y allá de árboles nativos, de plátanos y ñames. En este punto, los cultivadores se pasean por la orilla del río cargando costales y machetes que se balancean al ritmo de sus pasos.

El negocio de Francine depende, hasta cierto punto, del hecho de que hay pocas alternativas de salud en este remoto rincón de Colombia. El puesto de salud más cercano está a seis horas en canoa con motor fuera de borda. La gasolina es escasa, y además costosa, e incluso si puedes conseguir un aventón, tal vez los grupos armados que patrullan la zona no te dejen salir.

Me ha llevado dos días llegar hasta aquí: un día en auto por caminos llenos de barro, luego dos viajes en canoa y una caminata por la selva. Estoy aquí trabajando con Médicos Sin Fronteras como parte de un equipo médico que lleva atención sanitaria a los pueblos de la ribera del río. Los médicos y enfermeros están ocupados tratando de adaptar un puesto de atención improvisado en una escuela abandonada. El primer reto que enfrentan es qué hacer con la multitud de nidos de avispones que cuelgan del techo. El equipo de MSF y nuestros contactos locales parecen estar en dos bandos: ignorar los insectos, que ahora vuelan a nuestro alrededor; o espantarlos con humo.

«Déjalos en paz y no te picarán», dice alguien. Adoptamos esa estrategia y pasamos los siguientes días acompañados por avispones volando a nuestro alrededor.

Un equipo móvil de MSF se acerca al pueblo de Magui Payan en Nariño, Colombia. La mayoría de los viajes en esta región de tierras bajas se realiza por río.

Al día siguiente, aparecen nuevos rostros en la aldea: un grupo de hombres de aspecto duro sentados en sillas de plástico en un terreno vacío. Tomo la iniciativa de unirme a ellos para hablar de salud.

Al principio parecen incómodos, pero pronto estamos charlando sobre los alimentos locales preferidos, como el borojó, una fruta de la selva que se vende ampliamente como afrodisíaco en las ciudades colombianas pero que es un alimento básico rico en vitaminas en las comunidades locales.

Más tarde esa noche veo al mismo grupo de discusión sentado en las mismas sillas, ahora armados con ametralladoras. Me pregunto si no estaré armando un avispero. Después de la cena pasamos frente a ellos camino a bañarnos en el río. Los combatientes gritan un alegre «buenas noches». Hasta ahora todo bien.

Ellos parecen estar en su espacio, pero es difícil saber cómo son vistos por los lugareños. Su presencia está relacionada con las plantaciones de coca, que a intervalos son erradicadas a la fuerza por las tropas estatales que llegan de repente en helicóptero. Pero ellos también están allí para defender la zona de otros grupos armados ilegales que están entrando a la zona.

Los equipos de MSF estuvieron en esta zona poco después de que los pobladores fueran obligados a punta de pistola a huir a la selva; cuando volvieron encontraron sus casas saqueadas, sus cultivos destruidos y los cuerpos desmembrados de las víctimas del combate enterrados alrededor de la vereda.

«Fue un acto simbólico de terror», me dice Samuel, un compañero de MSF con mucho conocimiento de la zona. «Convirtieron la vereda en un cementerio».  

MSF envió un equipo médico y psicólogos al lugar. La salud mental es un tema importante por las secuelas que pueden dejar los eventos violentos. Y estos eventos están aumentando.

El tan alabado proceso de paz de 2016 entre el gobierno y las FARC apenas se ha cumplido aquí, e incluso las fallas en su implementación pueden haber empeorado las cosas, ya que grupos fragmentados de la región costera del Pacífico se pelean por el territorio dejado por la guerrilla.

Las masacres y los desplazamientos masivos son acontecimientos mensuales, y otros incidentes menos visibles, como los confinamientos, los combates y los asesinatos individuales, se suceden constantemente.

Samuel dirige esta jornada de MSF en la zona. Tiene un buen conocimiento de la geografía y el contexto local, aunque es fácil perderse rápidamente en la sopa de letras de los grupos armados: GUP, FOS, ELN, AGC, E30FB, Frente 30, Los Cuyes y Los Contadores.

***

Durante los próximos días, mientras el equipo médico está ocupado atendiendo pacientes al tiempo que esquiva avispones en el consultorio improvisado, deambulo por la comunidad hablando con sanadores espirituales que arreglan el mal de ojo, yerbateros que tratan la malaria con plantas locales, y un cosero que cose las heridas por 20.000** pesos la puntada.

La mayoría de los adultos tienen heridas, a menudo de machetes afilados, y no todas son accidentes. El alcoholismo y las disputas domésticas son frecuentes en estas comunidades ribereñas.

En uno de los salones, encaramados en desvencijadas sillas escolares, los niños están coloreando en hojas fotocopiadas por cortesía del psicólogo de MSF que trajo lápices y papel.

«Esto los mantiene ocupados mientras sus madres esperan en la clínica», dice.

Niños y niñas esperan una consulta médica gratuita con el médico de Médicos Sin Fronteras en Nariño, Colombia.

Con la falta de planificación familiar y de atención en salud reproductiva, muchas madres tienen varios hijos, y están ansiosas por recibir los implantes anticonceptivos que pueden evitar el embarazo durante cinco años.

Los niños están en todas partes, ocupados en una fascinante variedad de juegos usando todo lo que tienen a la mano. Algunos construyen helicópteros con palos y hojas y los envían en espiral por el aire. Otros hacen girar trompos hechos a mano o corren por el pueblo tras un neumático de bicicleta rodante.

Observo a un grupo de niños – ninguno de ellos mayor de ocho años – tomar una canoa y propulsarla río arriba usando palos de madera para los remos. Otros vadean en las aguas poco profundas en busca de cangrejos.

Me imagino que este idilio es de corta duración. Se espera que los jóvenes adolescentes recojan coca en las fincas, que pueden estar a varias horas de viaje en canoa desde el pueblo. Se espera que las adolescentes formen familias a los 15 años. Esa es también la edad en la que los grupos armados vienen en busca de combatientes.

En la actualidad las bandas no reclutan niños por la fuerza, explica el maestro de la escuela local. Pero unirse a un grupo es atractivo para jóvenes impresionables con pocas alternativas. Mantener a los niños fuera del conflicto es claramente una lucha cuesta arriba.

«Todas las semanas intervengo con las familias para tratar de mantener a sus hijos en la escuela y estudiando», me dice.

La estrategia más exitosa es el fútbol, por lo que en su tiempo libre el maestro entrena cuatro equipos -dos de niños y dos de niñas- y ha organizado una liga con otras veredas, contando con donaciones para comprar pelotas y redes. «A los jóvenes les encanta jugar y competir, y eso los mantiene cerca de la escuela y lejos de otras influencias», dice.

En la clínica, los pacientes siguen haciendo fila y los niños siguen coloreando. Pero en mi ausencia, alguien vino a luchar contra los avispones en la escuela rociando los nidos con productos químicos.

Los insectos fumigados yacen muertos en el suelo del aula. Algunos chicos han dejado los colores para recoger los cuerpos marrones y ponerlos en fila, con las alas bien dobladas. La coexistencia ha terminado.

Mientras tanto, los hombres armados beben ron en el salón de billar y revisan sus celulares de alta gama. Me pregunto cuánto tiempo coexistirán aquí antes de que grupos rivales vengan a quitarles el control de la zona.

Ese día podría llegar más temprano que tarde, explica Samuel, señalando su mapa. Ya hay otro grupo de combatientes disidentes de las FARC, el Frente 30, que se está extendiendo desde los Andes hasta la selva y los ríos. Su actual trayectoria podría llevarlos pronto a este pueblo.

Por supuesto, una tregua podría prevalecer. Pero el resultado más probable es que haya más conflicto, con las comunidades aterrorizadas y confinadas en sus pueblos. Y entonces aún menos posibilidades de una visita al hospital.

Esto hace que la búsqueda de MSF para colocar equipos de salud en estas aldeas sea más urgente. Eso será un reto en el conflicto actual. El avispero está a la espera.

Steve Hide actualmente es el Coordinador General de Médicos Sin Fronteras en Colombia, y escribió este artículo después de una visita a áreas de Nariño afectadas por el conflicto donde MSF está presente.

*Los nombres de las personas se han cambiado para proteger sus identidades.

**481 pesos argentinos al 15/12/2020

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